Arte moderno, arte contemporáneo… ¿Qué significan estos conceptos para la historiografía del arte? Cuando los ponemos en funcionamiento en nuestro lenguaje, tendemos a abordarlos como categorías estéticas; si bien, también hacen sentido en una matriz temporal. “Moderno” no es simplemente un concepto temporal que significa “lo más reciente”, así como “contemporáneo” tampoco significa exclusivamente “lo que tiene lugar en el presente”. La polisemia de las nociones puede conducirnos a la confusión. Tal vez, la incertidumbre radique en lo que está planteando ese mismo arte que llamamos contemporáneo. O a lo que se está resistiendo.
La charla “Introducción al arte contemporáneo” es una invitación a pensar algunos casos de arte que podríamos considerar contemporáneos a partir de las operatorias puestas en juego, los planteamientos conceptuales, las transversalidades, las experimentaciones y más. Luego de un pequeño recorrido que acentúa la transformación de los contratos de lectura en las obras de arte a lo largo del advenimiento de nuevas maneras de componer, desarrollar y exhibir arte, y haciendo un especial énfasis en la radicalidad que implicó el régimen conceptual, aterrizamos aproximadamente a mediados de los años setenta. Pareciera que allí algo ha alterado nuestra arbitraria manera de ordenar el mundo.
Una de las principales contribuciones artísticas de los años setenta es la aparición de la imagen apropiada. Apropiarse de imágenes y resignificar su identidad alterando algunos de sus elementos, es una de las operatorias que revisamos en casos como Jeff Koons o Liliana Porter. “El contemporáneo es también aquel que está en condiciones de transformar el tiempo y ponerlo en relación con los otros tiempos, de leer en él de manera inédita la historia, de citarla según una necesidad que no proviene en modo alguno de su arbitrio sino de una exigencia a la que él no puede dejar de responder”, escribe en un artículo el filósofo italiano Giorgio Agamben (Revista Otra Parte, 2008). En el caso de la serie Detrás del espejo del argentino Julián Brangold, por ejemplo, el artista genera un diálogo entre recortes de imágenes escultóricas greco-romanas de una base de datos digital rusa y una intervención posterior con tintas, acrílico, pegamento y otros elementos, a través del pasaje de un soporte a otro. La mixtura convoca una revisión de la materia que resiste a su propio tiempo. En Timeless, da un paso más en el terreno de lo digital, específicamente en el campo del cryptoarte, para indagar en las nociones de tiempo y velocidad a través de una obra que se encuentra en constante mutación gracias a la tecnología blockchain.
Esta especial relación con el pasado que se actualiza en el presente, implica también un vínculo con el origen. Nos preguntamos cómo opera esto en las obras de Chris Ofili y Óscar Murillo, por ejemplo, atravesadas por elementos territoriales y experimentales. Los “lenguajes artísticos” como tal, perimetrados y estancos, ya no hacen eco en las propuestas contemporáneas. Y sin embargo, podríamos sugerir que el arte contemporáneo no hace un alegato contra el arte del pasado, no lo concibe como algo de lo cual haya que liberarse. (Esa lógica, en verdad, corresponde al arte moderno con sus incesantes nuevos movimientos y rupturas).
Lo apasionante del arte contemporáneo es la incomodidad de no poder reposar en un relato consensuado. La renovada apertura y productividad experimental escapa a las exclusiones radicales. La relación entre poética y política, por ejemplo, a la luz de la obra de Francis Alÿs, me parece una interesante manera de acercarnos a estas ideas que parecieran virar más hacia la filosofía y liberar al arte, finalmente, de la demanda por explicarse a sí mismo.
Camila Pose