A comienzos del siglo XX, surgía en México un arte que buscaba anular las distancias entre el arte y la sociedad. Las vanguardias europeas, lejos de opacar a la cultura nativa, fueron vigorizadas y absorbidas por un arte nuevo y potente. El arte como transformación social, resurgido luego de la guerra civil que fue la Revolución, instaló un discurso de revalorización identitaria en toda Latinoamérica proponiendo nuevas metodologías de trabajo grupal, concepciones técnicas y escalas monumentales.
El arte mexicano fue pensado como un programa sistemático por José Vasconcelos, una de las grandes figuras políticas en la época de la revolución cultural. Vasconcelos -filósofo, sociólogo, escritor, historiador-, fue nombrado Secretario de Educación Pública por el presidente electo Álvaro Obregón, puesto desde donde promovió una política latinoamericanista como parte de una campaña civilizadora y alfabetizadora que incentivaba la difusión y promoción de lo indígena como “mexicano” y de las artes como herramienta de lucha en los conflictos sociales. Tengamos en cuenta que cuando Obregón asumió su mandato, se encontró con una población 90% analfabeta. A través de las misiones culturales, los artistas comenzaron a “tener ojos para la vida mexicana”, revisando la propia historia y los problemas asociados al trabajo minero y agrario, así como los conflictos raciales. Estos temas fueron llevados a los muros públicos, allí donde interpelarían a toda la población sin mediaciones.
El primer artista patrocinado por Vasconcelos fue el gran iniciador del muralismo: Gerardo Murillo, conocido como Dr. Atl -apodado así por el poeta argentino Leopoldo Lugones durante un encuentro en Roma a principios del siglo pasado (“atl” significa “agua” en náhuatl). Dr. Atl presenció la primera erupción del volcán Paricutín, el más joven de América, y me atrevo a sugerir que el registro de aquella revelación natural tan radical e impresionante sumado a la admiración profunda de la pintura monumental italiana -la Capilla Sixtina, Miguel Ángel, el simbolismo-, fueron elementos que cooperaron en su visión hacia una verdadera renovación artística. En su Centro Artístico en la Ciudad de México, impulsó a los jóvenes artistas que luego emergerían como destacados muralistas a la experimentación con los materiales y la gran escala.
Los viajes de formación a Europa continuaron sucediendo en paralelo a la formación de un proyecto “americanista” desde Latinoamérica. La etapa cubista de Diego Rivera es el germen de lo que va a desplegar en su obra monumental, donde las vanguardias europeas se pondrán al servicio de un discurso sobre la Identidad Nacional Mexicana. Si bien el movimiento muralista inicia en 1922, se consolida recién un año después con la organización del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores, la proclamación de un manifiesto y la publicación del diario El Machete en 1924. El muralismo se conformó como un movimiento pictórico y colectivo, y en esto último radica la heterogeneidad del bloque, tanto en las propuestas estéticas como políticas. Además, el revisionismo historiográfico nos obliga a preguntarnos: ¿cuántas mujeres muralistas hubo en la época? El caso de María Izquierdo y su lucha contra las injusticias que padeció ante “Los tres grandes”, echa luces sobre este asunto. Por otro lado, también nos preguntamos: ¿cómo son retratadas las mujeres en las obras de las artistas también mujeres? Y a esto responderíamos: no ya como alegorías, sino como mujeres reales transitando el drama social y sistémico.
El sincretismo cultural dio lugar a poéticas múltiples que dan cuenta de la riqueza de las expresiones artísticas. En esta charla, recorremos la labor de “los tres grandes”: Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco; revisamos obras de artistas como Aurora Reyes y María Izquierdo, y aterrizamos en algunos casos contemporáneos que interpelan la tradición mexicanista.