Rodear a pie la Península Mitre: un periplo inolvidable

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TIERRA DEL FUEGO.- No siempre las cosas salen como uno se las propone. A veces mejoran, incluso cuando no se cumplen los objetivos.

 Esto es lo que pasó durante mi frustrado intento de dar la vuelta caminando a Península Mitre, en Tierra del Fuego. El plan original era entrar por Moat (donde termina el famoso camino J, sobre el Canal de Beagle) y salir por Cabo San Pablo (sobre el océano Atlántico). No pude lograrlo. Subestimé el terreno al pensar que dos semanas eran suficientes. Nada más lejos de la realidad. Sin mencionar que me tocó el peor clima en los últimos diez años, la turba, el bosque impenetrable y los caprichosos acantilados hicieron más lento mi avance, dejándome fuera del objetivo primario. Sin embargo, un poco por casualidad y otro tanto por estar abierto a los cambios, mi viaje se enriqueció exponencialmente. Fui en busca de una aventura y se convirtió en una experiencia. Y las experiencias duran toda la vida.

El plan era caminar en solitario a lo largo de la costa del Canal de Beagle hasta la punta de Tierra del Fuego, esto es Cabo San Diego, y desde allí seguir con rumbo norte pasando por Bahía Thetis y Estancia María Luisa. En un punto intermedio, el naufragio del buque Duquesa de Alba, me encontraba con dos amigos que venían en mi búsqueda (Diego Rosón y Luciano Morandi). Ese abrazo planeado con mucha antelación -tanta que ya le quitaba espontaneidad al asunto- tuvo que reprogramarse y, realidad mediante, recuperó la emoción imaginada.

El viaje comenzó en la famosa estancia Moat a mitad del verano. Aunque estas latitudes extremas no respetan demasiado el almanaque. Ya nos pasó unos años atrás, cuando con el cocinero Diego García Tedesco le dimos la vuelta a Islandia en bicicleta en plena temporada estival. El verano, lo que se dice verano, no lo vimos nunca. Todos los días llovía, granizaba y salía el sol intermitentemente. Tierra del Fuego está hermanada con el país nórdico y eso ya lo sabía, pero lo que viví esas semanas superó la media. Antes de mi viaje, Ushuaia tuvo tal pico inusual de calor que dieron asueto en los edificios públicos. Ninguna oficina está preparada para 30 grados sin aire acondicionado. Una semana más tarde se invirtió el termómetro y la temperatura cayó en picada, sumando vientos fuertes, granizo y lluvias torrenciales. En esas condiciones, el turbal se carga de más agua de lo normal, y los ríos, en lugar de vadearlos, hay que domarlos.

Luego de dormir en la estancia Moat, el primer día caminé los 15 kilómetros que separan al puesto de Prefectura Naval, escala obligada para avisar a las autoridades, de Casa Vieja, unos de los tantos refugios de la zona. Demoré nueve horas en cubrir ese trayecto. Entre estos dos lugares hay una senda para cuatriciclos, y por esquivarla (arruinaba mis fotos) tomé un camino distinto que me llevó por algunos arroyos, fuera del programa. Por suerte llevaba un bolso especial que es estanco y se carga como una mochila. Además, al flotar, funciona como un elemento de seguridad. Como eran profundos, cada vadeo implicaba sacarme la ropa, ponerme un neoprene, cruzar y una vez en la otra orilla, cambiarme lo más rápido posible para evitar enfriarme. A las 18, bien de día, decidí parar. Armé la carpa en un monte previo a Casa Vieja y esa noche la adrenalina del día 1, más el esfuerzo realizado, me tumbó completamente. Dormí de un tirón hasta las 6 de la mañana y, como sería un clásico fueguino, amaneció lloviendo. Desayuné y me puse en marcha rápidamente. Armar y desarmar el campamento era muy fácil. Ropa, carpa, bolsa de dormir y comida todo en el mismo bolso, más otro pequeño para las cámaras, el dron y las baterías. Compensaba ese peso extra con un menú casi asceta para mi alimentación durante la travesía: una comida a la mañana y otra a la noche. De esa manera lograba estirar las provisiones durante dos semanas sin que ocuparan un volumen enorme. Al desayuno, una buena mezcla de cereales, almendras, proteínas y frutas disecadas. A la noche, arroz o quinoa deshidratada mezclada con jerky (carne de cerdo seca). También, algunos sobres de comidas precocidas a base de hidratos de carbono y proteínas que me preparó el chef Tedesco. De esa manera, todo el set de víveres y cocina pesaba menos de seis kilos. El agua nunca fue un problema. Fui bebiendo de los arroyos que cruzaba o de la turba misma. Si estaba muy oscura, le agregaba una pastilla de cloro para potabilizarla y un sobre de jugo de naranja.

 A las 7 del día 2 ya estaba en marcha, y a pesar de la lluvia pude avanzar muy bien durante un par de horas. Sin embargo, volver a esquivar la huella de los cuatriciclos, que termina en la famosa matacaballos, fue mala idea. Siguiendo la línea recta que me tiró el gps, entré en un bosque tan cerrado que me hizo replantear la palabra impenetrable. Ese tipo de bosques deberían llamarse imposibles. Miles de enormes árboles cubiertos de verdín cruzados como un gigantesco juego de palitos chinos me hicieron sentir Gulliver en el país de los gigantes. Lengas, ñires y canelos, mezclados con los espinosos michay y calafate, competían por frenarme. En esas condiciones subí todo un cerro, con la esperanza de encontrar un claro inexistente, y lo bajé con la certeza de que el río Vacas estaba solo 800 metros más abajo. Hacer esas ocho cuadras me llevó tres horas. Por fin llegué al río y lo seguí hasta la playa. Gran parte de ese trayecto la hice por el agua, y el hecho de que el bolso flotase me alegró el camino. Esquivé así la trepada dematacaballos, pero fue como elegir entre Frankenstein y Drácula.

A pesar del cansancio, decidí seguir unas horas más. Solo faltaba subir un cerrito por una huella bien marcada y buscar un lugar reparado para dormir. A las 19.30, ambos objetivos estaban cumplidos, y mientras comía el primer plato fuerte del día, hice una llamada a casa para contarles mis aventuras. Obviamente en esa zona no hay señal, pero llevé un teléfono satelital como elemento de seguridad, además de la posibilidad de tener un mimo familiar a la distancia. La menor de mis hijas usaba ese contacto casi diario para informar la posición geográfica y los avances del viaje.

A pesar de la soledad del campamento, esa tarde me sentí acompañado por otra razón. Desde mi posición vi pasar un velero por el canal de Beagle. Suena absurdo, pero de alguna manera estábamos conectados.

El día 3 amaneció con una llovizna que me despabiló por completo y siguió con unos chaparrones bastante fuertes. Fui por la línea de la costa aprovechando la marea baja. Pude ver a lo lejos una familia de delfines en plena cacería, pero entre la lluvia y la poca luz las fotos fueron más documentales que otra cosa. Trepé el acantilado y cuando la lluvia me daba un respiro la vista era sublime. Caminar por la turba es toda una experiencia. Las masas de materia orgánica están conectadas con el agua y todo se mueve bajo los pies como una enorme esponja.

Pasé de largo Rancho Ibarra, el mejor de los refugios de la zona (era muy temprano para detenerme), y puse rumbo con mi gps hacia Bahía Sloggett.

Donde comienza la bahía están el famoso naufragio del velero Nashatacha y otro parador conocido: Rancho Los Oreros. El sol y la lluvia no se ponían de acuerdo y decidí parar allí. Quería bajar a la playa y fotografiar el barco. Además, tenía los pies empapados y necesitaba calentarlos un poco. El rancho es muy básico, pero permite hacer buen fuego y eso era todo lo que necesitaba en ese momento.

Fue una gran idea. Pude secar ropa, cocinar bajo techo, hacer fotos y descansar muy bien. De hecho, a pesar de la rusticidad del lugar, fue una de las noches en las que mejor dormí. A la mañana siguiente, con las energías renovadas, me puse en marcha sin saber que sería un día clave.

Dudé en bajar nuevamente a la playa, ya que no estaba seguro de la tabla de mareas de ese día, y seguí por arriba del acantilado. Además, la vista para el dron era tremenda. Unas horas más tarde estaba llegando a la playa de la bahía, en las inmediaciones del río López.

Sloggett es muy conocida a partir de los descubrimientos auríferos en la zona, principalmente los del controvertido explorador rumano Julio Popper. La fama de este aventurero polifacético se vio dañada sin retorno al estar ligada a la masacre de miembros de la población fueguina originaria, los selknam, en 1887. Años después, en 1907, la compañía minera The Argentine Tierra del Fuego Exploration Co. Ltd. instalaba una gigantesca draga a vapor bautizada La Famatina. Las versiones acerca de su productividad son diversas. Hay quienes aseguran que sacaban un kilo de oro por día, pero lo cierto es que el faraónico proyecto no funcionó y todo quedó abandonado. Hoy, la draga es un imán para los caminantes de la zona por su tamaño colosal.

Hacer fotos sin estar pendiente del reloj, la posibilidad de pescar algo en el río López y la comodidad de dormir nuevamente bajo techo (hay un refugio llamado Rancho de la Playa) inclinaron la balanza para quedarme allí.

Además, necesitaba unas horas para cargar las baterías del dron. Para eso estaba llevando algo experimental. Los ingenieros de la primera motocicleta eléctrica argentina de alta gama, con la misma tecnología, me prepararon un block de recarga para extender mi autonomía.

Cuando, con la decisión tomada, volví a llamar a mi hija Amélie para actualizarle la posición, vi llegar a un paisano rodeado de perros. Ató sus caballos al palenque y me dijo:

-Hola, Paisita. ¡Te vengo siguiendo hace dos días!

Era Luis Andrade, alias el Paisa, sobrenombre con el que en diminutivo bautiza a todo caminante que llega por ahí. Su casa queda dos kilómetros hacia dentro de bahía Sloggett y es conocida como Rancho Julián. Está sobre el serpenteante río López, pero en un sector relativamente fácil para cruzarlo. Lo de relativamente no es una palabra caprichosa. El traicionero López se llevó la vida del gaucho con cuyo nombre Luis, a manera de homenaje, bautizó su rancho. Inmediatamente me invitó a comer, y a pesar de la duda inicial (no me parecía bien gastarle sus víveres), una frase me convenció:

«Vení a hacerme compañía».

Cómo negarme cuando se vive solo y en el sitio más inhóspito de la Argentina.

Junté mis cosas y, siguiendo sus indicaciones, dos horas más tarde estaba tomando unos mates con el Paisa. La ronda se completaba con lengua y corazón de un novillo recién carneado (en la zona se faena para consumo) y unas tortas fritas amasadas minutos antes. Como una especie de sushiman criollo, Luis cortaba con destreza y velocidad sendas tajadas de ambos órganos que comíamos con voracidad. Ahí me dijo otra de sus frases para el recuerdo:

«¡Con harina y carne somos ricos, Paisita!».

En pocas horas parecía que nos conocíamos desde siempre, y a pesar del cansancio de ambos, charlamos hasta la 1 de la mañana. El Paisa es un personaje sorprendente. A pesar del escaso contacto con la civilización (vive allí desde hace más de una década), maneja con soltura cualquier tema: música, religión, historia, política. Solamente se incomodaba cuando le preguntaba sobre el nombre de algún punto geográfico especial y me respondía con un «no lo sé, Paisita». Es que hay una enorme cantidad de lagunas, cerros y bahías sin registrar correctamente. También me convenció de cambiar mi plan de viaje, ya que no se ajustaba a la dura realidad patagónica.

Al día siguiente, Luciano Morandi me previno por el satelital de una novedad alarmante. Había una alerta meteorológica con vientos de 70 kilómetros por hora y ráfagas de 100 a partir de las 15. A pesar de los cambios, quería avanzar lo más posible. Empaqué liviano, me despedí de Luis y a las 9 crucé el río con un sol que hacía dudar del pronóstico. Puse proa hacia las sierras Lucio López para escalar dos de sus cerros, bajar a un valle y desde allí bordear el río Bonpland hasta bahía Aguirre.

Estaba subiendo el segundo cerro cuando empezó a soplar con tanta intensidad que casi no podía estar parado. Las ráfagas eran tan fuertes que me tiré al piso a buscar reparo. Lo bueno es que no había una sola nube. Aproveché la parada para cargar las baterías del gps con el panel solar que me brindaron unos jóvenes inventores cordobeses. Horas más tarde estaba llegando a un valle -perdón por lo trillado de la frase- soñado. Es que no hay palabras para describir ese lugar lleno de calafates, cascadas, guanacos y cóndores. Aprovechando la falta de nombres en la zona, lo bauticé Valle las Cachorras, en honor a mi mujer y mis hijas. Espero que esto no ofenda a nadie, y de última es algo interno del viaje que hizo más feliz mi estadía.

Si bien he visto cóndores muchas veces, nunca había interactuado con ellos. Son sumamente curiosos, y en cuanto detectan una presencia extraña comienzan a volar en círculos cada vez más cerrados y más bajos. Siguiendo recomendaciones de Luis, me hice el muerto unos minutos y durante esa dudosa actuación logré las mejores fotos.

Decidí quedarme más tiempo filmando en el valle. Para llegar a bahía Aguirre me faltaba todo un día de marcha más la mitad de otro. Sumando la vuelta, no me dejaba tiempo extra para recorrer otros lugares antes de la fecha en que me encontraba con mis amigos.

En la mañana del séptimo día de la travesía, volví sobre mis pasos, pero con un leve cambio de rumbo. El gps me tiraba una línea recta de escasos 7 kilómetros hasta Playa Dorada, otro de los paraísos de la zona. Comencé el ascenso al cordón del Lucio López parando muchas veces para hacer fotos. La vista del valle era sublime. Sin embargo, me preocupaba una cosa. Esa ruta improvisada me alejaba del camino ya hecho y no sabía si del otro lado de los cerros había paso. Para eso debía escalar el monte Tres Picos por una cara muy empinada y con piedra suelta. Por suerte el plan resultó. Había una bajada relativamente fácil del otro lado y llegué temprano a destino.

La playa hace honor a su nombre. La arena es amarilla como la publicidad de un resort caribeño, con la diferencia de que la temperatura en ese momento era de un dígito y el horizonte anticipaba malos augurios.

Me dormí sabiendo que más no podría avanzar.

El día 8 comencé mi vuelta. A la mañana caminé por la costa, sorteando acantilados y peñascos, siempre atento a la marea. A la tarde seguí por arriba y, tratando de esquivar los bosques más cerrados, tuve que bordear los cerros. En eso estaba cuando volvieron los cóndores a regalarme otro gran momento.

Hice noche reparado por unas piedras gigantescas mientras llovía torrencialmente. Al día siguiente estaba entrando nuevamente a Rancho Julián. Verlo al Paisa fue una alegría doble, ya que estaba con más gente. Su amigo Rubén Pira y una pareja de caminantes de Ushuaia, Nadia y Leo, estaban de visita. También un muchacho llamado Héctor, quien estaba ayudando a Luis a traer unos víveres desde Moat.

Los tres días siguientes fuimos como náufragos en alta mar, y el rancho, un bote salvavidas. Llovió, granizó y nevó durante 72 horas en las que la salamandra, los mates y las tortas fritas hicieron que no se notaran ni el frío ni el encierro.

Con mis amigos enterados del nuevo sitio de encuentro, nos pusimos en marcha para el operativo retorno. Luis y Héctor bajarían a caballo hasta Moat para traerlos a Rancho Ibarra, donde estaríamos esperándolos con Rubén. Eso era un día a pie para nosotros. De camino pasaríamos por la playa a buscar lapas, el menú gourmet para el encuentro, dos días más tarde. Casi todo salió como lo planeamos, salvo que el barro complicó el avance de los chicos, tuvieron que hacer noche en Casa Vieja y con Rubén nos devoramos tres platos de arroz con lapas cada uno. Al día siguiente nos encontramos. Diego y Luciano habían corrido un Dakar fueguino y estaban exhaustos pero felices. El problema para avanzar es que le traían 100 kilos de provisiones al Paisa Andrade y la senda estaba imposible para transitar con los cuatriciclos tan pesados. Pasaron toda la carga a los caballos de Luis y siguieron a pie hasta Rancho Ibarra.

Diego llegó con unas botellas de sorpresa y esa noche hicimos un brindis que recordaré siempre. A la mañana nos despedimos con la certeza de que fue un hasta pronto. Luis nos acompaño hasta matacaballos y desde allí seguimos los tres en los cuatriciclos, en unos de los días más largos que haya vivido. El barro, la marea y el sargazo costero se habían encariñado tanto con nosotros que no nos dejaban salir de allí. Llegamos a Moat casi de noche, empapados y con -6°C de sensación térmica, pero más contentos que el Paisa Andrade viendo correr a sus perros por Bahía Sloggett.

Fuente: La Nación.