Pausado habla Adrián Paiva en su taller en una isla del Tigre. En un tono constante y suave, calmo como el viento del Delta, calmo como el agua del canal frente al taller, introspectivo como la isla misma. Allí, en el lugar que Adrián eligió para vivir y trabajar hace más de veinte años, se escucha el silencio que no es silencio sino que es el sonido de aves que sobrevuelan los sauces, la lancha colectiva a lo lejos, un perro que ladra y los pasos sobre la tierra húmeda de los chicos que van a la escuela. Y el ritmo de Adrián es el ritmo de la isla. Sentirse todo el año de campamento, los pequeños placeres cotidianos como tirar la yerba por la ventana o subirse a una canoa y dar una vuelta por el agua antes de cenar.
La ciudad le parece un lugar triste, en el que solo podes caminar en línea recta. Y, aunque va alguna vez por semana a capital a alguna inauguración de muestras de amigos o reuniones con galerías o colegas, su lugar en el mundo es sin dudas su refugio en tierras flotantes, a treinta minutos en lancha del continente.
“El arte para mi es lo que hago. Es una manera de encarar la existencia, de hacer cosas”
La pintura es parte de su vida desde chico. Como una fuerza natural, como una pulsión del más allá, el arte fue para Adrián lo que tenía que hacer en esta vida… No hubo otra opción y, como si se hubieran elegido para siempre, no sabe qué hubiera hecho sin la pintura. Hoy cuando entra a su taller al fondo de la casa de maderas y palafitos que hizo con sus propias manos y ve todo el cuerpo de obra se siente desplazado, como si fuera un esclavo de la obra. “La obra te manda. Cuanto mejor te va más te tiraniza”, reflexiona Adrián. El concubinato moderno.
“El Delta es tranquilo, silencioso, y hay mucho tiempo”
Y así y todo la necesidad de crear es constante. La necesidad de estar en contacto con la obra, la necesidad que lleva a la acción. “Cuando me pongo a trabajar, trabajo tipo máquina. Me obsesiono… Por suerte tengo la pintura”, reflexiona mirando a las obras a su alrededor. La pulsión de querer hacer es un estímulo que le llega desde afuera y su deseo último es reaccionar a esos estímulos. Así, Paiva puede pasarse ocho o diez horas frente a un cuadro, pincel en mano, descansando alguna hora para comer y volviendo al lienzo hasta quedarse dormido en el sillón con la pintura aún fresca en la paleta. Para eso la concentración es fundamental.
“Por arriba siempre está la pintura, el arte, lo que le da sentido a mi vida. No se si no tuviera la pintura que hubiera hecho”
“Acá está la fantasia de que hay cosas para hacer. Si querés podés ir a cortar un arbol y hacerte un barco. En la ciudad es todo mas triste, todo sale plata, caminas en línea recta por la vereda”
“Me angustia mucho empezar a trabajar pero se que una vez que empecé con las primeras manchas entro en otra dimensión y ya no puedo parar de pintar”, detalla Paiva. Así, entre salir o trabajar elige siempre trabajar. Y el paisaje verde del Delta se traduce en amarillo, violeta, azul y hasta naranja fluo o fucsia en los ojos concentrados de este pintor.